IMAGINANDO ULTIMOS ADIOSES
(Una despedida que nunca existió)
Él no quería verlo morir; no
porque lo amara, aunque tampoco lo odiaba, simplemente no quería verlo morir...
Puede que fuera cobardía, o irresponsabilidad; no querer beber un trago malo;
auto engañarse... Puede que no quisiera ver la realidad de la muerte como
antagonista de la vida.
Él no quería estar sólo en el
último viaje. Pensaba que quizás el cariño ajeno lo rescataría de la muerte. Un
cariño que nunca entendió que había que sembrar y regar todos los días, y que
ahora, justo ya al borde del abismo, demandaba egoísta.
Él no quería estar allí en sus
últimas horas. No se sentía deudor ni tampoco acreedor de nada. Era tan
sencillo como que no quería estar allí. No quería sujetar manos, ni escuchar
suplicas, ni perdones; no quería llantos, ni chantajes terminales; no quería
mirar ojos extinguiéndose, ni besar frentes frías. No quería estar allí... No
había sentimientos que fueran razones suficientes. Sólo huida... Sí, sólo
huida.
La huida depresiva de los que no
huyen....
Él quería aferrarse a la vida un
último minuto, y que este fuese una jaula donde atrapar los mismos pájaros que
por consanguinidad, siempre considero propiedades. Él quería ver miradas de
angustia por su marcha, miradas de amor y devoción... Tal vez miradas de
culpa; miradas aceptando rendidas, sus razones; pues él siempre se supo
poseedor de la razón. Él siempre se sintió el guía en un grupo de incompetentes
incapaces de ser nada en la vida sin sus consejos, por eso ahora agonizante,
sentía removerse sus tripas por tener que dejarlos así, tan vivos,
descarriados y sin la luz de sus directrices.
Él hacía muchos años que ya no
veía delante a un ejemplo, sino a un cacique; a un maestro tóxico limitando y
condicionando su futuro de adulto con sus estrechas enseñanzas, siempre tan
cerradas a otras soluciones y formas de entender la vida. Sólo unos barrotes
morales lo obligaban a estar presente; pero su corazón latía con ansia y su
mente escapaba.
Él no quería estar allí.
Él quería que lo último que
grabara su mirada turbia fuese su rostro, retenerlo en su retina y llevárselo
allá donde vayan los moribundos. Tal vez se llevara así con él un pedazo de
vida. Por su senil cerebro pasaban pensamientos voraces; en ellos, todos los
suyos le acompañaban en el viaje de la muerte; en ellos, nadie quedaba tras su
partida, y aquello era un alivio para un hombre posesivo.
Ellos estaban allí, atrapados en
un momento trágico; girando en un torbellino de emociones frías y calientes. Ninguno
de los dos quería estar así: uno huyendo sin poder huir y el otro huyendo a la
fuerza.
Ninguno quería estar allí...
Él apretó con sus últimas
energías su mano, mientras se le consumía el aliento y se le aflojaba la
vejiga; mientras todos los sonidos llegaban como ecos de una cueva y una
cortina borrosa velaba sus ojos...
Él se dejó apretar la mano y sin
saber por qué, se sintió de repente capaz de mirar el rostro de la muerte.
Él vio sin ver el paso de la
oscuridad a la luz y sintió la liberación del lastre que supone un cuerpo
caduco. Se vio flotar como una pluma a través de un túnel, en el que va
creciendo por acercamiento una única boca de luz blanca.
Una boca piadosa y amable para
poner fin a una vida de errores....
Él sintió quebrarse el hielo de
todo un pasado de silencios e ira sujetados con cadenas de moral e impotencia,
cadenas de un vinculo miles de veces repudiado.
Él ya no percibía más que la luz
blanca y, a su oído disociado, llegaba de repente un leve sollozo.
Él apretó por fin la mano huesuda
que ya no albergaba sangre, sólo invierno. Sintió caer las piedras de un muro
levantado durante años.
Él, bañado por la luz, escuchaba
unas palabras que parecían llegar del otro extremo del mundo: "… un día te
quise... te admiré y te quise mucho..."
Él derramaba unas lágrimas
sedimentarias que no habían querido brotar desde que se esfumo la
infancia; hacían daño al salir, de tan sólidas y viejas.
Él se disolvió en la luz dejando
como adiós una sonrisa.
Él soltó despacio la mano
helada y quieta, lacia como un filete crudo; miró una cara a la que parecía
haber abandonado toda ansiedad. En su frente lívida depositó un beso que
por fin sintió franco e incorporándose, se alejó sin mirar atrás... Se fue con
la sensación de haber perdido algo que ya no recordaba... Se fue con la
sensación de haber recuperado algo que ya no sentía...
QUINCE DEL ONCE DEL
QUINCE
Ya casi no hablábamos de nada
viejo; nuestro vínculo se estropeó con los años y ni tú supiste arreglarlo ni
yo quise tampoco.
Siempre con caras largas,
haciendo un melodrama de la vida. Tú cacique y yo revolucionario. A mil kilómetros
uno del otro. Te cayó un rebelde sin causa en tu dictadura, viejo, y nunca
supiste llegarle, con tu corto entender y tu visión estrecha de lo que es la
familia.
Ahora te vas, a regañadientes.
Tres semanas peleando empecinado, boqueando para atrapar un aire que ya no
entraba bien en tus pulmones. Con los pies entre dos mundos: el del delirio y el
de tu hacienda; esa donde has sido administrador receloso y avaro durante tanto
tiempo.
Te miraba espantado y confuso el
último día que pase contigo, prisionero de tus miasmas; aun abrías la boca para
engullirlo todo: nunca faltaste a una comida, ni triste ni enfadado… Tampoco
supiste lo que era el insomnio. Eras capaz de dormir encima de una piedra, con
la boca abierta y las manos entrelazadas sobre la tripa, soñando vaya usted a
saber qué carajo, porque recuerdo que a veces gemías. Ese día ya estabas
jodido, y yo, sin saberlo lo sabía.
Abrías la boca, sí, pero no abrías los ojos. Y te ibas por el culo como los
chorlitos. Aun al mover tu cuerpo de tonelada para limpiarte, te salía la mala
hostia y blasfemabas, porque te sentías molesto al empujarte a un lado.
Es irónico todo. Y absurdo. Sí,
porque fantasioso como soy, he escrito mucho sobre la muerte, esa puta
desconocida de la que nadie vuelve para dar descripciones. He escrito, sí…
incluso sobre tu muerte; un poco para sentirme aliviado de este drama en el que
la espera de lo definitivo se me estaba haciendo condena. Un puto territorio
sin cariño, solo deberes, moral, a veces asco… Esos textos que escribí imaginando
despedidas, ahora se quedan cortos, estúpidos, blandos… Y es que la Parca dista
mucho de ser poética. No al menos en presente, con el tacto frío y la peste.
Con la cadaverina y la putrescina pintando boqueras.
Tú y yo no hablábamos ya, ¿para
qué?… Y aun así, te veo ahora en la cama, ya laxo, con expresión descansada y
lívida, rendido por fín después de estas semanas de lucha y abrazos a fantasmas
de tu demencia agónica. Te veo, y sorprendido de mi mismo, lloro… Lloro como un
imbécil que hubiese olvidado hacerlo y de repente una patada en los huevos le
refrescase la memoria. Lloro como un rio de corriente brava, arrastrando toda
la mierda de los recuerdos que tengo tuyos. Lloro y te reprocho, te digo que
fuiste un viejo capullo; un viejo triste que se ha ido sin besos porque a
menudo no los merecía. Te reprocho los chantajes, la desconfianza; esa cara agria
y acusadora que siendo adolescente me ponías. Te reprocho los consejos a
destiempo y los que necesitaba y no me
diste. Te reprocho que, en un instante de la infancia, dejaras de ser ejemplo para ser decepción. Sí, ya sé
que yo tampoco he sido el que tú quisiste; pero es que esto no funciona así…
Lloro mientras sujeto tu mano deformada y encallecida. Una mano no apta para
caricias. Está escurridiza como un pescado… Se desliza al abismo cuando abro la
mía. Porque ya no estás. Puñetero viejo.
Estoy ahogado en contradicciones.
Y aun creo que vas a abrir los ojos y a mirarme chantajista.
Cuanto te perdiste viejo. Cuanto
nos perdimos… Yo quería un padre y tú un hijo, y los dos erramos en la tarea.
Así es la vida, un cúmulo de errores. Gente cagándola desde sus castillos de
hipocresía y estupidez. Como un pedo.
Prepárate, que eres el
protagonista. Porque ahora nos quedan los rituales, los profesionales de negro
trabajando, las flores, la puta caja, el escaparate, la familia que vendrá a
hacer sus paripés… De estar vivo ahí en medio harías tu teatro. Siempre fuiste
buen actor con los parientes; solo tu mujer y tus hijos sabían de tu oculto
tirano. Un tirano que nunca se dio cuenta que lo era porque, según su código,
estaba haciendo lo correcto.
He de dejarte viejo, los buitres
de negro vienen a por ti, y hay que rellenar el papeleo. No sé si estarás por
ahí maldiciendo en el éter, son cosas de fantasmas que nadie ha demostrado,
pero si dejas por un segundo de refunfuñar, te serenas y te fijas bien en mí,
que estoy aun por aquí abajo caminando, veras en mis ojos, amargos y confusos, que un poco sí te quería… a pesar de todo…