Una vez viví sin
móvil. Sí, aunque parezca mentira o imposible, hace años vivíamos sin móvil...
Y sin internet, ni redes sociales, sin la necesidad constante de opinar y
hacernos ver. Sin elevar nuestro ego haciendo valer nuestro punto de vista. O
recibiendo información, la mayoría de veces, ni contrastada, ni exhaustiva.
Información velada, de poca o ninguna calidad, manipulada, engañosa... Hace
años no necesitábamos ser el centro de nada, sino ser uno más. No necesitábamos
miles de amigos de todo el mundo que nunca abrazaremos en persona. Solo unos cuantos
amigos de correrías. Una novia o un novio que nos quisiese y tal vez, un
proyecto de futuro sin demasiadas pretensiones. Eso era todo... Y sí, vivíamos
sin móvil.
Sabíamos donde vivía
cada uno de nuestros amigos, solo había que ir a su casa, llamar al timbre y
desde abajo gritar: ¿te vienes?... A jugar, a dar una vuelta, al bar, al pub, a
comer pipas a la vía, a hacer manitas en un portal, o en un lugar apartado
dentro del coche de segunda mano, al cine... También teníamos lugares
habituales, locales donde a determinada hora del día, posiblemente tras el
trabajo o los estudios, ibas y tus amigos estaban. U otras veces, de un fin de
semana para otro, ya habías quedado. Aquello eran micro-reencuentros; un tiempo
de separación de corto plazo que sentías finito y te preparaba para volver al
cariño de tu gente, que te daba ganas de hacerlo. Era una alegría especial lo que sentías al volver y siempre había cosas
que contar, manos que estrechar y abrazos que darse. Y todo sin móvil. Había
mucho más margen para la sorpresa. Uno pasaba el día sin la inquietud de estar
escuchando, viendo o leyendo que hacen los otros... Ya nos lo contarían cuando
nos viesen. Y si ocurría algo grave, ya llamaban desde una cabina, o venía
alguien corriendo a avisarte.
A muchos les parecerá
que nuestra era de la comunicación es un avance. A mí me parece un exceso;
porque así son las personas, seres excesivos. Tenemos la tendencia a convertir
lo placentero o útil en vicio. En extremo. A veces en enfermedad.
Yo no sé si era más
feliz sin tanto avance; cuando mi memoria evoca escenas, creo que sí; pero sí
puedo asegurar que ahora no lo soy, y mucha de mi inquietud y mi soledad se
deriva del uso constante y la atención pendiente de mis dispositivos, que se
han convertido en un paliativo a mi incomunicación y como consecuencia, a
incrementar mi aislamiento.
Ya he dicho muchas
veces que quiero dejar de ser un fantasma más de la red, que quiero volver a
ser una persona que toca y siente. Que mira a los ojos. Lo malo es que no me
está resultando nada fácil, porque cuando en alguna epifanía lo intento y me
acerco a la gente, me encuentro decepcionado, o soy yo el que decepciona.
Reconozco haber
perdido habilidades sociales; cuando más te aíslas, menos sabes moverte entre
la gente. Pierdes facultades para entablar conversaciones. Como en cualquier
deporte que abandonas, te atrofias. Los lugares a los que ibas antaño, han
cambiado o ya no existen, y en los nuevos, te sientes fuera de lugar, como si
fueras de Marte. Incluso la gente parece que habla de modo distinto. Así que te
das cuenta de lo limitado que estás, que ya no sabes salir a ningún sitio a
divertirte. Ni siquiera ir a un restaurante a comer.
Así que miras tu
móvil, todos esas caricaturitas que tienes en los contactos; teléfonos que te
da la gente de pasada, por costumbre o compromiso, para luego no llamarte
nunca. Aunque a veces eres tú el que no llamas… Entonces te cuestionas lo
absurdo de esto. Te preguntas por qué guardas ahí toda esa gente. Muchos ni
siquiera los necesitas. Claro, ellos tampoco a ti... Darías en ese momento tu reino
por un solo y único contacto que te mandara un WhatsApp, sin emoticonos ni
mierdas de esas banales; un mensaje simple, directo. Un único mensaje diciendo:
…amigo mío, si estás en calzoncillos vístete, que voy ahora mismo hacia tu
casa, a hacerte compañía, o a sacarte para tomar una cerveza... Ahí tendrías
entonces el reto de hacer caso a tus deseos e ir con él o ella, y no rajarte.