jueves, 25 de diciembre de 2014

NAVIDAD, NAVIDAD…



Navidad, Navidad...

El consabido villancico resuena en mis pensamientos adormilados tras la insidiosa alarma de las ocho... El móvil siempre peligra cuando me saca de la huida del sueño.

Si, hoy es Navidad; pero ello no representa nada diferente para con otro día de fiesta cualquiera. Hoy me levantan obligaciones que no puedo eludir y, de no haberme tocado cumplir, no habría nada que me motivara lo suficiente como para levantarme de la cama. El ansia y el hambre tal vez... o las ganas de mear. Meros mecanismos fisiológicos.

Me visto, cago, y me lavo la cara. Pura inercia. Deposito un beso en una mejilla que aun quiero y me recuerda que un día fui niño, y salgo a la calle como un montón de carne vomitada a la fuerza.

Hace frío... un frío del carajo. Un frío que casi resulta agradecido, en este invierno extraño de calores imprevistos y humedad pegajosa. Me duelen las manos. Incluso me satisface ese dolor: me recuerda que aun vivo.

Veo un tipo mayor paseando su perrito cursi y legañoso. El animalito me resulta patético, con esos ojillos ansiosos y un lacito rojo en la cabeza; tiene frío a pesar de su chaquetilla ridícula y va levantando la patita de alambre en cada árbol que olisquea. Los perros no entienden de festividades humanas, no perdonan su salida “defecatoria” y les importa un pito si es el cumpleaños del Niño Jesús.

El viejo coche achacoso está lleno de rocío. La llave se encasquilla al abrir. Es una secuela de cuando un hijoputa desconocido, forzó la puerta no sé con qué mierda de intención. “Esto no es un Porsche...”, pienso.

Voy a llegar en diez minutos, así que no pongo la calefacción. Circulo por la carreterita que saca del pueblo. Al mirar por el cristal, a la izquierda, veo en el arcén una urraca picoteando la carne de un gato atropellado. “No hay pavo, ni gambas, para ti, amiga... como para muchos paisanos este año…”. La escena me resulta algo surrealista. Antes no había urracas por aquí. La hambruna de la escasez en el monte, supongo.

Al dejar la rotonda de la gasolinera hay algunas viejas naves y empresas dispersas. Por la carretera cruza un perro lobo de color crema. El animal hace cara de pasar penuria. No lleva collar y la roña que jaspea su pelaje, indica claramente que va sin Dios ni amo. Aun así su aspecto es hermoso, en contraste con la soledad del lugar y lo gris del día.“Pronto te pillará la Gestapo municipal”. “Deberían llevarse también al malnacido que te tiró al arroyo".

Me meto en la zona industrial. Es un exiguo polígono donde solo hay empresas pequeñas, pertenecientes a patronos, que pensaron que los grandes de la industria eran sus amigos, y que a todos se les haría el culo gordo por igual con el invento de la crisis y las reformas laborales. Sin embargo, cada vez que paso por aquí veo alguna nave demolida o cerrada, y el pequeño polígono va asemejándose a una de esas ciudades corroída por las bombas de la guerra. Pero lo de las bombas es solo una metáfora: aquí lo que destruye es la competencia feroz de las enormes empresas de servicios y las monstruosas multinacionales, que devoran todo a su paso sin contemplación, y que ansían volver al látigo y al chusco de pan duro, como cuando se levantaban las pirámides en Egipto.

Al llegar a la altura de lo que antes era una fábrica de donuts, veo un hombre con una chaquetilla de lana escarbando entre los escombros del suelo. Busca chatarra imagino. “Feliz Navidad compañero”, le digo con los ojos.

Abandono el polígono y sus naves moribundas; me desvío hacia la huerta en peligro de extinción. Alivia algo ver terreno de cultivo. Tierra fértil que los especuladores dejan de lado por el afán del ladrillo y la tecnología. Como si en el futuro pudiésemos comer hormigón o Smartphones.

Ya estoy en el pueblo vecino. Por el paseo de la estación pasean más tipos con perro. Los chuchos mean y cagan, decorando de manchas negras el medio urbano: aceras, paredes, farolas, portales, arboles... No importa... Colgadas de farola a farola se ven las bonitas decoraciones navideñas. Una meada negra más o menos no resta ambiente.

Aparco el coche y el motor se para con unas toses." Que me dure un año más…", pido a los Reyes magos.

Ando por el vecindario donde murió mi infancia. Fincas de fachadas de ladrillo rojo de más de cincuenta años me señalan con el dedo criticándome. En los balcones salientes con barandilla de hierro, se ven algunos Papás Noeles.  No se sabe a ciencia cierta si entran  o si salen; o si el saco va lleno de regalos o del producto robado en las casas. El caso es que a mí se me antojan más suicidándose ante tan negro futuro. Sus cuerpos fofos de trapo recuerdan a los ahorcados de las películas del oeste.

También se ve algún confalón de color rojo decorando los barrotes de algún balcón, con un bonito rotulo que reza: “Hoy nace Jesucristo”, y la consiguiente imagen del susodicho en el pesebre. “Ahí vive uno con fe…”, me pasa por la cabeza, “… o un puto ingenuo”. Pero también pienso: “Sea fe o ingenuidad, que suerte tiene coño… cree en algo”.

Navidad, Navidad...

Persiste machacón el estribillo en mi cabeza. Ya he llegado a mi lugar de obligaciones. Y mientras giro la llave y abro la puerta del patio donde jugaba un niño que ya no existe, medito: “Demasiados augurios esta mañana...”

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