Navidad, Navidad...
El consabido villancico resuena
en mis pensamientos adormilados tras la insidiosa alarma de las ocho... El
móvil siempre peligra cuando me saca de la huida del sueño.
Si, hoy es Navidad; pero ello no
representa nada diferente para con otro día de fiesta cualquiera. Hoy me
levantan obligaciones que no puedo eludir y, de no haberme tocado cumplir, no
habría nada que me motivara lo suficiente como para levantarme de la cama. El
ansia y el hambre tal vez... o las ganas de mear. Meros mecanismos
fisiológicos.
Me visto, cago, y me lavo la
cara. Pura inercia. Deposito un beso en una mejilla que aun quiero y me
recuerda que un día fui niño, y salgo a la calle como un montón de carne
vomitada a la fuerza.
Hace frío... un frío del carajo.
Un frío que casi resulta agradecido, en este invierno extraño de calores
imprevistos y humedad pegajosa. Me duelen las manos. Incluso me satisface ese
dolor: me recuerda que aun vivo.
Veo un tipo mayor paseando su
perrito cursi y legañoso. El animalito me resulta patético, con esos ojillos
ansiosos y un lacito rojo en la cabeza; tiene frío a pesar de su chaquetilla
ridícula y va levantando la patita de alambre en cada árbol que olisquea. Los
perros no entienden de festividades humanas, no perdonan su salida “defecatoria”
y les importa un pito si es el cumpleaños del Niño Jesús.
El viejo coche achacoso está
lleno de rocío. La llave se encasquilla al abrir. Es una secuela de cuando un
hijoputa desconocido, forzó la puerta no sé con qué mierda de intención. “Esto
no es un Porsche...”, pienso.
Voy a llegar en diez minutos, así
que no pongo la calefacción. Circulo por la carreterita que saca del pueblo. Al
mirar por el cristal, a la izquierda, veo en el arcén una urraca picoteando la
carne de un gato atropellado. “No hay pavo, ni gambas, para ti, amiga... como
para muchos paisanos este año…”. La escena me resulta algo surrealista. Antes
no había urracas por aquí. La hambruna de la escasez en el monte, supongo.
Al dejar la rotonda de la
gasolinera hay algunas viejas naves y empresas dispersas. Por la carretera
cruza un perro lobo de color crema. El animal hace cara de pasar penuria. No
lleva collar y la roña que jaspea su pelaje, indica claramente que va sin Dios
ni amo. Aun así su aspecto es hermoso, en contraste con la soledad del lugar y lo gris del día.“Pronto
te pillará la Gestapo municipal”. “Deberían
llevarse también al malnacido que te tiró al arroyo".
Me meto en la zona industrial. Es
un exiguo polígono donde solo hay empresas pequeñas, pertenecientes a patronos,
que pensaron que los grandes de la industria eran sus amigos, y que a todos se
les haría el culo gordo por igual con el invento de la crisis y las reformas
laborales. Sin embargo, cada vez que paso por aquí veo alguna nave demolida o
cerrada, y el pequeño polígono va asemejándose a una de esas ciudades corroída
por las bombas de la guerra. Pero lo de las bombas es solo una metáfora: aquí
lo que destruye es la competencia feroz de las enormes empresas de servicios y
las monstruosas multinacionales, que devoran todo a su paso sin contemplación,
y que ansían volver al látigo y al chusco de pan duro, como cuando se
levantaban las pirámides en Egipto.
Al llegar a la altura de lo que
antes era una fábrica de donuts, veo un hombre con una chaquetilla de lana
escarbando entre los escombros del suelo. Busca chatarra imagino. “Feliz
Navidad compañero”, le digo con los ojos.
Abandono el polígono y sus naves
moribundas; me desvío hacia la huerta en peligro de extinción. Alivia algo ver
terreno de cultivo. Tierra fértil que los especuladores dejan de lado por el
afán del ladrillo y la tecnología. Como si en el futuro pudiésemos comer
hormigón o Smartphones.
Ya estoy en el pueblo vecino. Por
el paseo de la estación pasean más tipos con perro. Los chuchos mean y cagan,
decorando de manchas negras el medio urbano: aceras, paredes, farolas,
portales, arboles... No importa... Colgadas de farola a farola se ven las
bonitas decoraciones navideñas. Una meada negra más o menos no resta ambiente.
Aparco el coche y el motor se
para con unas toses." Que me dure un año más…", pido a los Reyes
magos.
Ando por el vecindario donde
murió mi infancia. Fincas de fachadas de ladrillo rojo de más de cincuenta años
me señalan con el dedo criticándome. En los balcones salientes con barandilla
de hierro, se ven algunos Papás Noeles. No
se sabe a ciencia cierta si entran o si
salen; o si el saco va lleno de regalos o del producto robado en las casas. El caso
es que a mí se me antojan más suicidándose ante tan negro futuro. Sus cuerpos
fofos de trapo recuerdan a los ahorcados de las películas del oeste.
También se ve algún confalón de
color rojo decorando los barrotes de algún balcón, con un bonito rotulo que
reza: “Hoy nace Jesucristo”, y la consiguiente imagen del susodicho en el
pesebre. “Ahí vive uno con fe…”, me pasa por la cabeza, “… o un puto ingenuo”.
Pero también pienso: “Sea fe o ingenuidad, que suerte tiene coño… cree en
algo”.
Navidad, Navidad...
Persiste machacón el estribillo
en mi cabeza. Ya he llegado a mi lugar de obligaciones. Y mientras giro la
llave y abro la puerta del patio donde jugaba un niño que ya no existe, medito:
“Demasiados augurios esta mañana...”
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